rss
email
twitter
facebook

4.4.15

Felices Pascuas o "la Semana Santa como cara opuesta de la Navidad".

No sé muy bien el motivo, pero la Semana Santa no me parece una "fiesta". Quizá el motivo sea que, en contraposición a las Navidades, siempre la hemos vivido de un modo más personal y menos en familia. Tal vez deba ser así, en realidad. Me explico.

La Navidad es un tiempo de ideales, de sueños nunca cumplidos: paz, amor, fraternidad, esperanza. Es un momento de sentimientos cargado de nostalgia y, en cierto modo, de bondad. Nos encontramos, celebramos en familia, cantamos, tomamos dulces...
La ocasión lo merece, porque un Dios nos ha nacido y nos da una primera gran lección: la humildad. Lo material pasa a un segundo plano - incluso cuando SS.MM. los Reyes Magos hacen realidad los sueños materiales de los más pequeños - porque nos quedamos con lo importante: con aquello que llega al corazón y lo inunda de paz.

Sin embargo, la Semana Santa nos transporta, por así decirlo, al mundo real, al mundo de los adultos, a la cruda existencia - del siglo I o del  XXI - con sus miserias e incoherencias de siempre. Atrás quedan los sueños de la infancia. Aquello que contemplamos es la brutalidad, la violencia máxima, la injusticia, la incomprensión. Se nos presenta a un gran hombre, a Jesús de Nazaret, siendo condenado injustamente, torturado, cargado con la cruz, desnudado, crucificado y con el corazón traspasado. Como dice San Juan al comienzo de su Evangelio: Él era la Luz "y las tinieblas no la recibieron".(Jn 1,3)

Ante semejante "espectáculo" desolador no caben celebraciones ni fiestas. No hay mucho que compartir ni miradas que intercambiar. Quizá por ello los nazarenos se cubren el rostro y agachan la cabeza. ¿Qué celebramos entonces? ¿Qué sentido tiene gastar tantas energías en rememorar tales cosas?

Se trata de un tema personal. Una cuestión trascendente. Una cuestión de vida o muerte. Porque la Semana Santa nos hace recordar aquello que da sentido a nuestras vidas y a nuestros quehaceres cotidianos.
El mismo evangelista lo explica perfectamente:

"La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. (Jn 1,9ss)

He aquí la cuestión. Que Jesucristo es la Verdad. Que con su Resurrección iluminó y dio sentido no sólo a su Pasión y Muerte sino a TODO lo demás. A nuestras pasiones y a nuestros sufrimientos; a nuestras alegrías y a nuestras penas; a nuestra vocación, a nuestra familia, a nuestra vida.

¿Cómo? Con Amor. Un amor humilde que luchó y venció mediante al obediencia a la voluntad de Dios. Sí... un Misterio inenarrable e inaudito, pero así es. Es tarea de toda una vida el tratar de desentrañarlo, y no sólo eso, sino de llevarlo a la práctica.
Porque el Amor de un Dios que entrega a su Hijo único a la muerte por salvarnos nos interpela de una manera decisiva. Cristo sufrió por nosotros, cumpliendo totalmente aquello que habían predicho los profetas, instaurando la Nueva y definitiva Alianza de Dios con el hombre.

¿Y qué hacemos nosotros ante semejante hecho? Pues callar y obedecer. Porque ante la Cruz no cabe otra opción que la de la contemplación del Misterio. Podemos condenar la iniquidad del ser humano, recordar a tantos y tantos que hacen sufrir a los que tienen al lado. Podemos condenar nuestros propios actos, cada vez que hemos tratado mal a alguien o hemos permanecido indiferentes ante el dolor o la injusticia.



¿Al más?
¡Claro que sí! Porque, precisamente, tenemos algo que celebrar. Nada más y nada menos que el hecho de que la historia no quedara ahí, sino que tras el sufrimiento y la fatiga - este valle de lágrimas - nos espera, con suerte, una recompensa que no merecemos pero que Jesucristo ha ganado para nosotros.

Si la Cruz nos deja sin habla o incluso nos puede hacer sentir desánimo ante la barbarie del ser humano y nuestras propias miserias, la Resurrección nos inunda de fe, de alegría, de esperanza en la vida eterna.

Así pues, resulta que sí que hay motivos para decir "Felices Pascuas" o "Feliz Pascua de Resurrección", aunque mi sensación sigue siendo que la felicidad y la celebración llegan un poquito tarde. Es lo que tiene: para alcanzar la meta hay que correr toda la carrera sin desfallecer.


¡Felices Pascuas a todos!
Paz y bien,
Daniel.