Quienes me conocen saben que casi siempre llevo una cruz. No una de oro de las que se regalan en la primera comunión y se meten por dentro de la camiseta interior, sino una de madera y bien visible.
Sólo recuerdo una persona que me haya preguntado por qué. Fue un alumno, mientras le "invitaba a entrar en su aula". Y el de al lado le increpó: "¡porque es cura!". Cosas de niños.
Podría lucirla por moda o por gusto. Por una promesa o porque fue el regalo de una persona especial. Podría ser para que todo el mundo sepa que soy cristiano. O como un amuleto con poderes esotéricos. O para hacer gala del apellido de mi familia materna. Pero lo cierto es que hay razones más poderosas. Y, después de pensar un poco sobre ello, quiero compartirlas.
Por supuesto, la cruz es un símbolo. Pero para mí es más un recordatorio que significa muchas cosas.
(I) Lo primero y más importante es que me recuerda que soy débil. No debería extrañarnos reconocer nuestra propia debilidad. Un humano que no se sepa ver defectos y piense que es capaz de todo, que puede con todo y que lleva el timón de su existencia en sus manos es, sencillamente, poco realista.
Con el tiempo he aprendido que soy, en realidad, muy poca cosa. ¿En qué sentido? Pues, para empezar, porque no consigo hacer lo que quiero. Algo tan sencillo y tonto como eso.
Después de tantos años aprendiendo cosas, acumulando sabiduría, conociéndome y tratando de mejorar... resulta que cometo errores; muchas veces los mismos errores, una y otra vez.
Y no me refiero a la falta de capacidad, sino de voluntad.
A mí me gustaría no perder nunca los nervios ni enfadarme por tonterías; ser siempre amable, siempre cariñoso y cercano. Tener detalles con los míos con frecuencia. Me gustaría cumplir mis propósitos de año nuevo. Terminar todos mis proyectos. Recordar que es mejor siempre sonreír.
Quisiera no pensar mal de nadie. Perdonar y ser capaz de olvidar. No considerarme superior a otras personas. Y otras muchas cosas.
Pero me encuentro con una realidad tozuda. Como escribía un gran santo en el siglo I: "Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago". (Carta del apóstol San Pablo a los Romanos 7,19). Falla mi voluntad, aunque no lo hago "voluntariamente".
Y, estaréis conmigo en que todo esto es perfectamente normal. No conozco a nadie que tenga siempre un buen día. Que tenga un plan perfecto y sea capaz de cumplirlo a rajatabla, con una voluntad de hierro. Si es tu caso, ¡enhorabuena!
Más bien, considero que esta imperfección forma parte de la propia naturaleza humana. No somos "ángeles de luz". Y no podemos serlo.
(II) En segunda instancia, aunque lo fuéramos, aún nos queda una gran debilidad, que son las causas externas que producen el dolor y el sufrimiento. Por mucho que yo me esfuerce y consiga hacer las cosas bien, siempre hay problemas y situaciones que hacen de la propia existencia un mal lugar para vivir. Hablo de la enfermedad propia o de los seres queridos, de las dificultades económicas, de los conflictos familiares, de las veces en las que somos ofendidos o tratados malamente. O también de las veces en las que nos pesa habernos comportado de alguna determinada manera y ya no hay vuelta atrás.
A las personas nos duele el presente, pero también el pasado. Y, a veces, nos angustia el futuro.
De nuevo, no hay nada malo en reconocer que lo pasamos mal. Es algo perfectamente comprensible y una experiencia común a todo el género humano.
De hecho, es uno de los más grandes misterios de la existencia. ¿Por qué existe el mal?
Alguien podría objetar que eso del mal y del bien es una percepción subjetiva. Que lo que está mal para algunos, no lo está para otros. Que todo es según cómo lo mires. Y que si eres imperfecto, pues eso está perfecto y lo único que tienes que hacer es quererte con tus imperfecciones y no darle más vueltas.
Yo no lo creo. Como dice C.S. Lewis, todos de algún modo sabemos reconocer que no es lo mismo atender a quien te pide auxilio que salir corriendo. Que es más noble decir la verdad que mentir. Que no está bien utilizar la fuerza bruta para conseguir determinados objetivos. En definitiva, que hay una ley natural, previa a cualquier creencia o ideología, que sirve de guía para reconocer el bien.
(III) Lo reconozco públicamente: yo hago el mal. Del mismo modo que sufro el mal generado por otros o por nuestra propia naturaleza mortal.
Evidentemente es algo que no me gusta. Y sólo hay una cosa que me libra de todo esto: la fe.
Porque la cruz es un recordatorio de alguien que murió sufriendo un castigo infame. Lo hizo injustamente, de manos de quienes no soportaban escucharle hablar de cómo hacer el bien.
“Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48).
Y este "bien", propio del maestro Jesucristo, no es uno de tres al cuarto. Es uno muy exigente, que incluye, por ejemplo, el amor al enemigo, el desprendimiento de los bienes materiales, la humildad y la obediencia. Es un comportamiento imposible de alcanzar para un ser humano.
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Resumiendo, cada vez que me pongo esa cruz de madera por la mañana me hace recordar tres cosas: mi propia debilidad, en quién confío y me apoyo para llevar lo mejor posible mis sufrimientos, y el reconocimiento de que necesito ayuda para ser capaz de responder al mal con bien.
¿Ayuda? Sí, porque el modo de hacer el bien para los que somos cristianos es muy raro: obteniendo una fuerza espiritual, sobrenatural, sobrehumana. Es así. Requiere fe, pero merece la pena. Una búsqueda interior, un seguimiento de un mensaje y una persona que llega hasta la resurrección y la vida eterna.
Os invito a abrazar la realidad de nuestros propios errores (antes "pecados"), del sufrimiento y de la debilidad (antes "muerte"), esperando que exista una solución (antes "salvación") que provenga de aquel que tenga la capacidad de proporcionarla (antes "Señor").