Hace casi dos mil años Dios entregó a su Hijo Único para que muriera por nosotros.
Es mucho tiempo. Nos queda muy lejos. Y aún no nos hemos dado cuenta del todo qué significa eso de "por nosotros".
Pero aquí estamos, como pueblo cristiano, dispuestos a celebrar un año más los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.
Y no es sólo una tradición: quizá hoy más que nunca necesitamos despertar, tomar conciencia de lo que vamos a hacer, de dar sentido a la liturgia, a las procesiones...
Vivimos en la sociedad del bienestar, del confort. Es un mundo que - a pesar de las dificultades que encontramos - podemos decir que es cómodo y fácil. Basta con preguntar a nuestros abuelos o echar la vista atrás unas décadas. Disfrutamos de libertades de todo tipo, de derechos, de servicios públicos gratuitos, de electrodomésticos que nos facilitan el trabajo del hogar, de transportes rápidos y cómodos. Tenemos, gracias a Dios, una sanidad, una educación, unos comercios, unas fuerzas de seguridad, unas carreteras estupendas y, por qué no decirlo, unas hipotecas y unos seguros a "todo riesgo" que nos dan tranquilidad. Vivimos en paz.
Hay una industria del entretenimiento muy importante, dedicada en cuerpo y alma a divertirnos: películas de cine, series de televisión, videojuegos, deportes, noticias del corazón... y ahora además la tecnología ha invadido nuestro día a día a través de las redes sociales. Disfrutamos de las mil posibilidades del teléfono móvil y de Internet. Incluso en el ámbito de lo religioso - aún existiendo ataques de vez en cuando a nuestras creencias - tenemos la posibilidad de ir a misa todos los días, de confesar con frecuencia; se organizan retiros espirituales periódicamente. Tenemos cofradías en las que participar. Nuestros hijos pueden ir a catequesis. Existen libros de espiritualidad fabulosos. Es decir, que no tenemos grandes impedimentos para vivir una vida honrada, cristiana y piadosa.
Es verdad que en nuestra sociedad hay mucha indiferencia, pero ¡nuestro país no es Siria ni Irak, ni China, donde nuestros hermanos aún hoy siguen siendo perseguidos y muriendo como mártires del siglo XXI!
Aquí, en España, en muy poco tiempo nuestras vidas han cambiado y podemos decir que "a mejor", porque aunque sigue habiendo violencia, pobreza, problemas de adicción, de salud mental... lo cierto es que nuestro día a día generalmente suele ser tranquilo. Poco a poco parece que hemos acabado con el problema del terrorismo; poco a poco parece que vamos saliendo de la crisis económica. Vemos que la vida sigue.
Únicamente cuando llega una desgracia importante (la pérdida del trabajo, un accidente, una enfermedad grave, la muerte de un ser querido...) pensamos que nos "va mal" y caemos en una especie de depresión. Pero es transitoria, dura unos días o unos meses... y volvemos a entrar en la rutina de nuestra sociedad de consumo. Nos decimos que "hay que seguir adelante", que "el tiempo todo lo cura".
Cuando somos ya mayores, con nuestra pensión de jubilación, tenemos la tentación de pensar que "ya hemos hecho bastante en la vida" y que es la hora de descansar, de disfrutar de los hijos y de los nietos y olvidarnos de todo lo demás.
¿Qué tiene que ver todo ésto con la Semana Santa? - os estaréis preguntando.
Pues yo creo que mucho. Porque podríamos hacernos la pregunta al revés: ¿De verdad tiene que morir Jesucristo en la cruz por "nosotros"? ¿Le necesitamos a Él? ¿Necesitamos que muera, que vuelva a morir por nosotros? No por la humanidad, por los seres humanos... No. ¿Por ti y por mí? ¿Necesito yo que Jesús muera en la Cruz para salvarme?
¿No nos salvó una vez ya en el monte Calvario? ¿A qué distancia está eso de España?
Es mucho tiempo. Nos queda muy lejos.
Y, sin embargo, Dios no se cansa. Vuelve a salir a nuestro encuentro. Dios sigue teniendo algo que decir en nuestras vidas. Porque, aunque no nos demos cuenta, seguimos necesitando la redención. Porque el problema no es nuestra vida exterior, sino lo que tenemos en el corazón. El mismo Jesús lo explicó claramente cuando dijo que "del corazón del hombre salen todos los malos pensamientos, los asesinatos, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias" (Mt 15, 19). En definitiva: todos nuestros pecados.
Evidentemente, tampoco significa que seamos asesinos ni ladrones. Pero no lo olvidemos: nuestra vida es en apariencia cómoda y pacífica, pero seguimos siendo pecadores. Nuestra naturaleza herida nos hace débiles, y con facilidad caemos en la crítica fácil, en el engaño, en la pereza, en el desánimo... o incluso en el insulto, en la falta de respeto o en el rencor a aquellos que no somos capaces de perdonar. ¡No debemos extrañarnos por eso! Al contrario debemos ser conscientes de nuestra fragilidad. Lo importante, como digo, es lo que tenemos en el corazón, la manera en la que nos comportamos con nuestro vecino, con nuestra propia familia, con los compañeros de clase o del trabajo.
¿Necesitamos que Jesús vuelva a morir por nosotros en la Cruz?
¡Sí, lo necesitamos! Porque no hay nada que nosotros podamos hacer para "compensar" nuestras ofensas a Dios y a los hermanos. Es Él con su muerte, con su corazón traspasado, el único que nos permite reconciliarnos con el Padre, borrar nuestro pecado y volver a empezar.
Mirad: estamos a punto de conmemorar el centenario de las apariciones de la Virgen del Rosario en Fátima.
Fátima es un lugar especial para mí. El mensaje central a los pastorcitos fue muy claro: "Que no se ofenda más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido". He aquí la clave, hermanos, que Dios nos ama y es Amor. Quiere nuestro bien y nos pide que nos amemos los unos a los otros.
Por tanto, cada vez que nos llevamos mal con el prójimo; cada vez que "pasamos" de ayudar a alguien; cada vez que miramos con indiferencia a quien nos pide ayuda... ofendemos a Dios y nos alejamos de Él.
Por este motivo es necesario que volvamos a celebrar la Semana Santa. Para recordar este amor tan grande, para que reavive en nosotros el deseo de corresponderle.
La Virgen María nos da la receta para que no olvidemos nuestra necesidad de conversión: oración, adoración, fe, esperanza y amor.
¡Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo! ¡Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan, no te aman!
Un año más tenemos la oportunidad de vivir una Semana Santa con este Espíritu de fe y de humildad; con deseos de ser mejores, de volver a recordar lo que Dios ha hecho por nosotros, hasta considerarnos sus hijos.
Para eso, os propongo lo siguiente: vamos a tomar la mano de la Virgen y vamos a mirar con sus ojos. Acompañemos a nuestra Madre a lo largo de estos días de Calvario y de Gloria. ¿Quién como ella nos puede ayudar a comprender mejor lo que va a suceder?
¿Quién como ella pudo vivir más intensamente la Pasión y la Resurrección de su Hijo?
¿Quién como ella para darnos consejo de Madre?
Domingo de Ramos
Comenzaremos nuestro recorrido el Domingo de ramos, un día bellísimo de primavera. El mes de Nisán resplandecía.Se acercaba la gran fiesta judía de la Pascua y Jesús subía seguido de sus discípulos hacia la ciudad Santa de Jerusalén. Seguramente María iba con ellos, junto al grupo de mujeres que solía acompañar y servir al Maestro.
No era la primera vez. Los judíos que se tomaban en serio su fe solían acudir al templo todos los años, puesto que creían que sólo en el Templo de Jerusalén, el templo de David y de Salomón, se podía adorar de verdad a Dios. En el templo se habían conservado las tablas de la ley, símbolo palpable de la Alianza. En el templo se sacrificaban los animales para agradar a Dios.
Habían pasado unos treinta años desde que María había entrado en aquel mismo templo, acompañada de su esposo José, para ofrecer a su Hijo primogénito según la tradición. Volvía ahora a cruzar el valle de Cedrón, ruta habitual de los peregrinos. Quizá aún resonaban en su mente las palabras del anciano Simeón: "A ti, mujer, una espada te atravesará el corazón".
Esta vez era especial, eso sí que lo sabía. Jesús había anunciado en varias ocasiones que esta Pascua sería diferente. De hecho, había predicho claramente que "debía padecer mucho, ser rechazado, muerto y resucitar al tercer día".
Este anuncio, que ni siquiera los apóstoles habían comprendido, que le valió a San Pedro una dura reprimenda por parte de Cristo, seguramente había sido recibido por María de una manera diferente. Quizá ella intuía lo que debía suceder; había visto la manera en la que la predicación y las obras de su Hijo habían sido rechazadas por los sabios y entendidos; había visto el modo en que sus palabras de amor, de perdón y de fidelidad a Dios habían sido malinterpretadas. Y, sobre todo, sabía que las palabras de Jesús no eran nunca vacías, sino que estaban llenas de Verdad. Si Él decía que debía padecer y ser muerto... sólo podía significar una cosa.
Sin embargo, aquel día el ambiente era de fiesta. Jesús tenía un buen número de seguidores que le seguían por el camino y muchos de los discípulos que le conocían y que estaban en Jerusalén habían salido a recibirle. Estaban emocionados, entre otras cosas porque muchos habían presenciado hacía apenas unas semanas la resurrección de Lázaro en Betania (a pocos kilómetros de distancia).
En algo estaban todos de acuerdo: Jesús era reconocido como un gran profeta. Tenía algo que decir al pueblo.
Por eso las aclamaciones, por eso arrancaron palmas y alfombraron el camino con sus mantos.
Con este mismo espíritu debemos nosotros entrar en la Semana Santa: poniendo nuestros "mantos" a los pies del Señor. El manto de nuestro tiempo; el manto de nuestros sentimientos; el manto de nuestra familia. Todo lo que tenemos, pongámoslo a sus pies para recibir otra vez a nuestro Señor que viene como Mesías.
¿Y qué decir del burrito? ¿Qué pensaría María al ver a su hijo subido en él, siendo aclamado por todos?
¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas.
¿No os recuerdan estas aclamaciones aquellas otras que se resonaron en la Nochebuena? ¿No hizo también María un camino a lomos de un borrico hacia la ciudad de Belén? Es porque un rey, una reina, merecen una montura. Pero este Rey y esta Reina han escogido la más humilde de ellas. Porque Dios ha manifestado su gloria en lo pequeño... y así va a ser hasta el final. Porque el amor no necesita demostrarse en grandes cosas; ni siquiera depende de cosas materiales.
El pueblo judío aclamó a Jesucristo antes de su pasión. Nosotros, con María, lo aclamamos sabiendo que finalmente su Corazón traspasado triunfará sobre el pecado y la muerte. Por tanto, comenzaremos la Semana Santa con alegría y esperanza.
Jueves Santo
Poco nos dicen los evangelios sobre lo que sucedió entre la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y el Jueves Santo. Podemos estar seguros de que fueron días de preparación para la Pascua. Y es muy litúrgico y muy pedagógico que en el pueblo se respeten estos tiempos, porque corremos el riesgo de querer hacer una programación a nuestro antojo, como sucede en ocasiones, que parece que faltan días para sacar procesiones; a veces el afán de protagonismo nos puede a los humanos... y la Semana Santa se convierte en un desconcierto sin orden ninguno. Me consta que no es esto lo que ocurre en Arroyo de San Serván, sino que la próxima gran cita es la Santa Cena.
El triduo pascual debe ser el centro de nuestras celebraciones y debemos vivirlo lo más intensamente posible, con una gran emoción, comenzando por la Última Cena del Señor con sus discípulos. Es un día intenso, cargado de símbolos y de significado. Es una cena de despedida, dramática por momentos, pero al mismo tiempo es el inmenso regalo de nuestro Dios que quiere quedarse con nosotros para siempre.
Para siempre. ¿Os dais cuenta? Encontramos aquí el sentido que tiene celebrar esta Semana en España y en 2017. Porque durante estos días nuestras calles se transforman en Jerusalén, nosotros como cofrades o como pueblo cristiano, haremos que nuestro pueblo se inunde de “Evangelio”, porque si os fijáis bien, nuestros pasos solo son eso, las caras de nuestros Cristos, nuestras Vírgenes, todo... es una explicación del Evangelio, es en definitiva una representación de un momento concreto de la Pasión, que nosotros con orgullo ponemos en la calle para mostrarlo al mundo entero.
Y el Evangelio este Jueves Santo nos vuelve a interpelar. El Maestro nos recordará una vez más que nuestra vida no tiene ningún sentido si no la entendemos desde el Amor y desde el servicio a los demás.
Durante los oficios de Jueves Santo se representa el lavatorio de pies. El sacerdote lava los pies a personas seleccionadas, en ocasiones personas dependientes. Este gesto tan llamativo dentro de una celebración litúrgica nos debe hacer preguntarnos:
¿A quién lavo yo los pies? ¿Con qué espíritu cumplo mis obligaciones y mi servicio en la familia, en la comunidad? ¿Me gusta ser el primero y más importante o prefiero estar al servicio de todos?
¡Quién como María entendería mejor las lecciones de Jesús! Ella, que se preguntó cómo era posible que el Enmanuel, el Hijo de Dios, naciera en un establo. Ella que fue la "esclava del Señor". Ella que pasó desapercibida en aquella Pascua, sirviendo a la mesa.
E igualmente, con respecto al mandato de Cristo en la institución de la Eucaristía, quizá debemos revisar nuevamente nuestras actitudes: ¿Entendemos que la misa del domingo es lo más importante que podemos hacer durante la semana? ¿Le damos prioridad por encima de cualquier cosa? ¿Somos capaces de vivir y experimentar el Amor de Dios en ella?
Porque "no podemos vivir sin celebrar los misterios de nuestra fe".
Porque ya lo dijo Jesús aquella noche de primavera en el Cenáculo: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Permaneced en mi amor".
Es un amor de entrega, de lucha, de sufrimiento y de gozo, pero sobretodo un Amor con mayúsculas que necesitamos experimentar en primera persona. Porque Dios nos sigue amando a cada uno, se interesa por nosotros y quiere que estemos cerca de Él. Por eso se queda cada Jueves Santo. Por eso nos espera en el sagrario y por eso tiene sentido que además de la celebración litúrgica y de la procesión, dediquemos ese día un ratito a estar con Él en la Hora Santa. A acompañarle. Para eso se queda el templo toda la madrugada abierto, con Turnos de Vela, como una manera de que Jesús no se quede solo en ese trance de las horas previas a su Pasión; mientras reza al Padre en el Monte de los Olivos e implora que la voluntad del Padre sea otra, pero dispuesto siempre a hacer lo que Él diga.
Muchas iglesias procuran organizar la madrugada para no quede el templo vacío, y personas concretas en silencio anónimo pasan buena parte de la madrugada velando con Él. Seguid así aquel mandato: “Velad y orad para no caer en tentación”.
Porque si es cierto que está muy ofendido, también lo es que recibe consuelo de nosotros cuando somos capaces de entregarle nuestro tiempo y nuestra amistad, nuestra cercanía y cariño, aunque sólo sea estando con él un ratito; velando con él antes de su Pasión.
¡Que resuenen en nosotros aquellas palabras del discurso de nuestro Señor!
"Quien pierda su vida por mí, la encontrará".
Y también:
"Quien come de mi carne y bebe de mi sangre tiene ya la vida eterna y yo le resucitaré el último día".
Es esta una gran esperanza, que debemos vivir como una gran espera.
Esperamos junto a Él, porque se nos ha quedado en el pan y en el vino, en lo más sencillo y a la vez lo más grande.
Así que volvamos a sentarnos a la mesa y a contemplar este gran milagro, como hizo María.
¿Acaso no recordaría perfectamente aquel otro momento en el que su Hijo convirtió el agua en vino a petición suya? ¿No fue ella la que pidió ayuda para los novios que se quedaban sin vino? Ahora, sin embargo, la iniciativa era de Dios, que no se deja ganar en Amor: el agua convertida en vino alegró las bodas de Canaá, pero ahora este vino se convierte en la Sangre que brota del Corazón de Cristo, que se va a entregar por nosotros - aquellos que le aceptamos - y va a alegrar nuestras vidas de un modo definitivo.
Sin duda, por tanto, se trata de una ocasión única. Hagámosla nosotros también especial y reavivemos nuestra fe en el sacramento de la eucaristía.
Además, no debemos olvidar que en esta noche celebramos también el regalo de la institución del sacerdocio ministerial. Es una bendición que todavía hoy en día contemos con un buen número de sacerdotes en las parroquias, y es nuestra tarea también cuidarlos y dar gracias a Dios por ellos y por su entrega. ¡Felicitémosles de corazón en este día! Y roguemos incesantemente al Señor que nos envíe pastores según su Corazón, que siga llamando como lo hace a niños y jóvenes para desempeñar este gran ministerio de la Iglesia, y recemos por la fidelidad y la santidad de todos los sacerdotes, pues si siempre ha sido importante aún más lo es hoy en día porque cualquier pecado mortal se convierte en noticia y es motivo de escándalo.
Precisamente la traición de Judas y la oración en el Huerto de los Olivos nos ponen en situación para afrontar la jornada del Viernes Santo predispuestos a vivir lo que el Señor quiera de nosotros. Las procesiones "del silencio" están en sintonía con estos sentimientos y pone el foco en la preparación para la pasión, acompañando al hombre abandonado y humillado y a su madre que pasa junto a Él sus últimos momentos en este mundo.
Viernes Santo
Llegaremos así al día más triste de todo el año. Más que tristeza (que también) diríamos "espanto", porque el triste espectáculo de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor no debe conducirnos al desaliento ni al desánimo: sabemos que finalmente el triunfo y la gloria prevalecerán sobre la injusticia y la muerte.
Pero es un día para rezar intensamente. Para tener el mente los sufrimientos de Cristo por nosotros, y poder poner así en una balanza nuestros propios sufrimientos.
A veces, tal y como decía al comienzo, parece que nos ahogamos en un vaso de agua; nos quejamos por todo y sin razón, sin darnos cuenta de lo cómoda que es nuestra vida.
Otras veces, sin embargo, nuestros corazones sufren por motivos más profundos. Es este un día para contemplar la Cruz y para unir todas nuestras cruces a la de Jesucristo. Porque Él es el único que puede dar sentido a todo lo que nos ocurre; porque Él carga con todos nuestros errores y nuestras culpas; porque nos da la oportunidad de unir nuestras penas a su propio dolor.
Para hacerlo, es importante que vivamos en comunidad el Vía Crucis y los oficios.
En la cuarta estación de este camino al monte Calvario Jesús se encontrará con su Madre. Si grande es la injusticia de condenar al más inocente; si grande ha sido ya el dolor de los azotes; si insoportable es el peso de la cruz para un hombre ajusticiado brutalmente... ¡¿qué diremos del dolor de su santísima Madre?! ¿Qué debió sentir al mirarle a los ojos y, desfigurado, apenas poder reconocerle? ¡Cómo vemos aquí su corazón traspasado por la espada, antes incluso de que el Corazón de su Hijo sea traspasado por la lanza!
También Jesús, el nazareno, el hombre Hijo del hombre, debió sentir una gran tristeza al ver a su Madre sufriendo.
No pasará mucho tiempo antes de que Jesús esté clavado en la Cruz. Y allí estará de nuevo María, a sus pies. Y junto a ellos San Juan, el discípulo más joven, el único que es más fuerte que sus miedos. De Él procede ese precioso testimonio en primera persona que nos conforta en la fe, que nos hace revivir con lágrimas en los ojos el momento en que la historia cambió. Y nos dice: "uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante le brotó sangre y agua. Y el que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice verdad, para que vosotros también creáis".
¿Qué podemos hacer o decir nosotros? (...)
No podemos decir nada. Lo que nos corresponde es el silencio y la fe.
No podemos hacer nada más que contemplar estupefactos el dolor y entender que todo es por Amor a nosotros.
"Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos" - había dicho hacía unas pocas horas. Y, como siempre, sus Palabras van seguidas de su vida y su testimonio. Jesús va por delante en este amor de entrega; María le sigue hasta los pies de la Cruz. Que seamos también nosotros como el apóstol San Juan y como las mujeres que la acompañaron. No seamos cobardes para manifestar nuestro ser cristiano en todo momento y en todo lugar.
Si alguna vez hemos negado a Jesucristo como San Pedro, arrepintámonos y convirtámonos en sus apóstoles.
Si alguna vez le hemos traicionado con Judas, no nos alejemos de Él, sino con todo nuestro dolor pidamos perdón.
Porque el Amor de Dios ha sido derramado de este modo para que comprendamos que no tiene límites. Que si ciertamente nosotros solos no podemos hacer nada para reparar nuestros pecados, su misericordia es infinita y Él es capaz de obtener bienes incluso de nuestros males.
Con estos sentimientos acabará todo a las tres de la tarde. En los oficios no celebraremos la eucaristía; es la hora de la oscuridad y del silencio. La hora de la muerte y del entierro.
Nuestro mejor testimonio público es ese día acompañar las procesiones con el máximo respeto y silencio.
Fijémonos en este gran misterio: del mayor mal moral del mundo - la muerte del Hijo Único de Dios como si fuera un malhechor - obtuvimos el mayor bien - la salvación. Igualmente, a los pies de la Cruz, del dolor más grande de María, el Salvador nos ganó un beneficio inmenso cuando pronunció aquel:"Hijo, ahí tienes a tu madre". Con aquellas palabras quiso compartir con nosotros su mayor tesoro en la Tierra, y quiso hacer de Nuestra Señora la madre de todos los hombres.
¡Recibámosla en nuestra casa! ¡Que su Soledad no sea tal, sino que nos dejemos acompañar por ella en estas horas de tinieblas! ¡Pongamos debajo de su manto todas nuestras preocupaciones en esa procesión de silencio y de profundidad espiritual!
Es un día triste, es verdad. Pero, no obstante, junto a su imagen tenemos que ser como Ella: guardar todo esto en nuestro corazón para disponernos a vivir con esperanza la Resurrección. Este es el sentido del Sábado Santo: es el invierno antes de la primavera; es el pecado del hombre antes de que la Gracia de Dios y la Providencia lo inunden todo de nuevo.
Seamos como Juan a los pies de la Cruz, acompañando a María, y vayamos con ella después a vivir este duelo que se nutre de la esperanza, sabiendo que el mal no puede tener la última palabra. Porque, como recogerá el mismo discípulo amado en el Apocalipsis, aquel que ya está sentado en el trono de Dios nos dice: "He aquí, yo hago nuevas todas las cosas" (Ap 21,5).
Vigilia Pascual y Domingo de Resurrección
Si tuviéramos que condensar la vida cristiana en un solo momento, en una sola experiencia, en un solo día... ese sería el de la Vigilia Pascual. Es nuestra gran fiesta y se merece que la preparemos y la vivamos con la máxima intensidad.
¡Con cuánto tiempo y cuánto esmero preparamos una boda, por ejemplo! ¡Cómo hacemos grandes preparativos para la Nochebuena, ¿verdad?!
Pues en esta noche Santa no debemos escatimar, porque en ella celebramos el hecho más trascendente de nuestra historia y de nuestras vidas, lo que cambió todo y dio sentido a todo. Porque, como dice San Pablo, "si Jesucristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe". Es decir, de nada nos serviría y poco valor tendría. Ser cristiano sería algo anecdótico, y nos daría igual vivir como si Dios no existiera.
Pero, sin embargo, es justo lo contrario. La Resurrección de Jesús debe ser y es la fuente de toda nuestra esperanza, de toda nuestra alegría; la fuente de nuestra fe y la causa de nuestra victoria.
Nosotros tenemos la gran suerte de haber nacido en este "tiempo final" en el que la Redención ya ha llegado: por su muerte y su resurrección hemos sido rescatados. Pero tenemos que ponernos en la situación de los apóstoles durante aquellos dos días en los que parecía que todo había sido un sueño, que todo estaba perdido. ¡Y cuál fue su alegría cuando recibieron la visita del Maestro una vez resucitado!
Esa es la alegría que nos ha de invadir en la noche pascual. Para ello, recordamos no sólo aquel instante, sino toda la historia de la salvación. Y es que no podemos entender el mensaje del Resucitado si no lo ponemos en el contexto que se merece. Por eso empezamos desde la creación y el primer pecado del hombre, narrados en el Génesis, y continuamos con los momentos clave de la trayectoria del pueblo de Israel. Contemplemos la pedagogía divina, la revelación progresiva de Dios a la humanidad, que llega a su plenitud con este Dios-amigo, Dios hecho hombre que nos enseña, nos elige como discípulos y ha muerto por nosotros. Y ya nunca más estaremos perdidos, nunca más nos dejará solos. ¡Es de aquí de donde procede nuestro gozo!
Escucharemos con alegría el relato del sepulcro vacío, el testimonio de las mujeres y el de los soldados. Y veremos al mismo Jesús que nos llama por nuestro nombre como hizo con la Magdalena: "¡María!" - "Adonai". Nada nos podrá separar ya de nuestro maestro, ni el peligro, ni la espada, ni la enfermedad, ni la muerte....
Hagamos de esta noche una verdadera fiesta. Celebremos y disfrutemos que estamos salvados, ayudados de la rica simbología de la celebración litúrgica. Primero la luz de Cristo, que ilumine nuestras vidas. Después el agua y el Espíritu, que nos vuelvan a renovar, recordando nuestras promesas bautismales. Que volvamos a ser de Cristo y que prometamos nuevamente vivir según sus criterios y no los nuestros. También los óleos sagrados, que nos recuerdan que la batalla no es fácil, pero que con Jesús a nuestro lado no tenemos nada que temer. Y, finalmente, el don de la eucaristía. ¡Es Jesús mismo, Jesús resucitado, el que se vuelve a hacer presente con una fuerza renovada en medio de nosotros! Como hizo aquel día en Jerusalén, no importa que las puertas estén cerradas si nosotros se las abrimos con los ojos de la fe.
Todo debe acompañar en la Vigilia para que la celebración sea auténtica. Por eso cuidamos de manera especial la liturgia, los cantos, los símbolos, las velas... y el Señor se alegra de vernos a todos. ¡Qué bonito sería que ningún miembro de la comunidad tuviera que faltar a esta celebración! Porque estamos anticipando ya la última venida de Cristo, cuando el pecado y la muerte serán definitivamente derrotados.
Y finalmente, amigos, llegaremos al Domingo de Resurrección. Otra vez de manos de María. La virgen va al encuentro de su hijo triunfante. Verdaderamente tuvo que ser un espectáculo de gozo aquel momento que quiso Dios mantener en privado del encuentro de Jesús Resucitado con su Madre. No sabemos cuándo ni dónde tuvo lugar, si en el Corazón de la Madre cuando su esperanza fuera colmada por el testimonio de los discípulos, o si en primera persona, o si a través de un ángel como ocurriera en la Anunciación.
De lo que sí podemos estar seguros es que María pudo contemplar la Victoria de su hijo y vio cumplidas todas las promesas:
"Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de su padre David; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin". Y desde entonces ella misma también es Reina el Cielo y ha querido Dios que intervenga en la Iglesia a lo largo de los siglos. Sus consejos (otra vez Fátima) son propios de esta Madre que nos cuida y que reina ya en los cielos, y que nos invita a pensar más en la vida eterna y en sus beneficios que en nuestras pequeñas cosas.
Porque Él ha resucitado, todo ha cambiado: no creemos que haya muertos ni muerte: que ésta se ha convertido en principio de vida que no termina. Y el dolor, que no deja de serlo para nosotros, pero se convierte en gracia y la alegría es ya "de la de verdad", la que no desilusiona ni cansa porque Él es su garantía.
¡Esta es la buena noticia, el Evangelio mismo! ¡Y por eso es oportuno sacar el encuentro a las calles! Y no olvidemos pues, que uno de los principales retos que debe marcarse una Hermandad o Cofradía, que nos debemos marcar como cristianos, es el de “Evangelizar”. La alegría pascual tiene que ser el motor que nos anime a seguir trabajando por el Reino de Dios durante todo el curso. Tenemos que unir todas estas celebraciones y procesiones con las actividades de todo el año; se nos ofrece la oportunidad de trabajar para hacer un poco mejor el mundo que nos rodea, formar a nuestros jóvenes, trabajar con enfermos, ayudar allí donde nos necesiten, esta es la única forma de mantener viva la llama que cada Vigilia Pascual nos anuncia la Resurrección de Cristo.
Domingo in albis.
Pero, todavía nos queda un evento importante que pone el colofón a esta Semana Santa . Me refiero al Domingo in albis, que se celebra en la octava de Pascua. Es el Día de la Misericordia.
No hay mejor manera, amigos, de extender y al mismo tiempo terminar la Semana Santa porque este día, el "Domingo in albis" hace referencia a las vestiduras blancas que utilizaban los neófitos que habían sido bautizados en la Vigilia Pascual. Ellos se volvían a poner estas albas simbolizando la prolongación en sí mismos de las fiestas pascuales, con la intención de permanecer fieles a todo lo celebrado.
Renovados también nosotros, en nuestra vida de bautizados, por la celebración de los misterios pascuales, escuchemos esta invitación.
No estamos solos en esta nueva vida que hemos abrazado. La Iglesia nos guía, acompaña y alimenta.
Seamos verdaderos testigos de la Resurrección de Cristo y de su victoria sobre el mundo.